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Escrito por el Abr 25, 2013 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: atreverse a ser diferente, despedidas, la historia familiar, lazos familiares, los constructores, los pacíficos, memoria, muerte, tío Antonio

el hombre tranquilo

Hace unos meses publicaron un libro en el mercado americano que se está vendiendo como los churros. El fenómeno, cuando menos, es curioso, y sobre todo, me parece a mí, prospera en un momento en apariencia incongruente. Hoy, que lo que de verdad se lleva es tener miles de amigos en las redes sociales, un libro sobre los introvertidos, sobre la germinación solitaria, sobre la voluntad de permanecer lejos de la corriente principal del caudal.

Porque la verdad es que ser popular siempre ha sido importante; todos tenemos experiencias de colegio que contar al respecto. Con los años, probablemente, lo único que ha cambiado es el barniz de las formas.

Por eso el libro en cuestión aún llama más poderosamente la atención. Quiet: the power of introverts in a world that can’t stop talking.

He tenido a uno de éstos en mi familia desde siempre. No me dí cuenta hasta bastante tarde, pero era uno de esos hombres que sirven por sí solos para definir diáfanamente la categoría completa.

Le gustaba tallar madera. Pequeños retales de madera blanda o dura, tallados a mano con herramientas delicadas y pequeñas. Se sentaba en una silla y las virutas le iban cayendo en el regazo. Daba la impresión de que le parecían una buena compañía. Luego pasaba el dedo gordo sobre lo que acabada de tallar y lo limpiaba con un soplido. Las gafas se le llenaban de polvillo de serrín.

El asunto de las maderitas era un poco mágico. Teníamos tres, cuatro, cinco años, y de un bloque surcado de vetas vegetales de repente salía una ardillita, un perrito, una virgencita que acunaba a su bebé. ¿De dónde demonios había salido eso? ¿Estaba antes allí dentro? ¿Era mi tío un experto en pelar cáscaras, como quien pela un huevo?

(también recordé después que le gustaba hacernos dibujitos y sacar monedas de nuestras orejas, una larga y bondadosa connivencia con la inocencia infantil, que también era la suya, porque muchas veces, y muchas más cuando se fue haciendo mayor,  parecía un niño alojado en un cuerpo de hombre grande con ojos azules, y sí, justo esos ojos eran los que le delataban…)

(El año pasado enmarqué juntas algunas cosas de mi primera infancia y una de ellas fue esa virgencita).

Infancia en trocitos

El tío era un hombre silencioso. Tuvo sus épocas oscuras. En esas épocas nos parecía un poco como «raro». Pero a lo largo de los años se fue haciendo cada vez más blanco, más pacífico.  Y lo que ahora me viene a la cabeza cuando me acuerdo de él  es la imagen de un hombre-iceberg de ojos azules. Un hombre solitario, bueno, fuera de toda convención, propietario de una vida secreta llena de poesía cotidiana: como en un iceberg, veíamos apenas un cuarto de la riqueza que cada día cultivaba ordenadamente en su interior.

Cuando murió, y sus chicos y la que había sido su mujer muchos años -que encontró la manera de seguir vinculada a él de una manera tierna a lo largo de todo su tiempo- leyeron sus papeles, fue como un afloramiento en pleno deshielo.

«Ahora hablo con mi gata,
o con los pájaros que revolotean y pían en mi patio, entre macetas,
acaricio con palabras a mis plantas, mientras las riego, y
lleno mis paredes de recuerdos sin valor.

Irrumpen mis hijos en mi vida y en mi casa
vienen cansados,
ocupan sus rincones preferidos y toman de mi pan y de mi sal

A cambio recibo unos gramos de familia
algo de bienestar y alegría.»

El nivel del agua subió varios centímetros y les mojó los pies a todos con la sonrisa de una vida intensa, vivida en absoluta discreción, como si estuviera escrita con letritas de escolar, letras capaces de dejarnos boquiabiertos con la delicadeza de lo que sucede bajo tierra.

Y es que casi lo único que trascendía de él eran sus grandes ojos azules, acogedores, confitados de humanidad a fuerza de mirar las cosas libremente, y de callar después las más de las veces. También estaban esos chistes que no entendíamos siempre… O algunas caricias y guiños pillados de rincón…

Lo he contado muchas veces aquí, así que todos sabéis que no soy creyente de ninguna fe organizada. Sin embargo, si por una de aquellas juego a imaginarme a los profetas cristianos -al fin y al cabo son una leyenda de mi infancia- lo que veo se parece mucho a ese tío mío: radicalmente humilde, con esa voluntad tan conscientemente ejercida de invisibilidad que contradice la potencia de su mirada; ese hombre subterráneo que te miraba durante unos segundos, después de vagar por todo el paisaje circundante como un monje distraído por la belleza del entorno,  hasta que sus ojos se depositaban suavemente sobre ti, y entonces te regalaban la sensación de que nunca tendrían nada mejor que hacer que mirarte como te miraban ahora.

¿A cuántos hombres y mujeres que se van les sucede lo mismo cada año? ¿Cuántos dejan una cosecha de hijos y nietos perplejos ante lo que han descubierto en un momento que no permite ya ningún cruce emocionado de palabras?

Y es que hombres y mujeres somos cualquier cosa menos sencillos de entender. ¿Qué sabemos al fin y al cabo de lo que de verdad sucede en el interior de cada otro?

Burbujas con Antonio

Yo me siento muy afortunada. Por haber tenido a uno de esos raros intraducibles en mi familia.

Algunas de esas personas cuya vida ha sido casi un secreto para nosotros, aunque hemos vivido puerta a puerta, palmo a a palmo con ellas, son como muchas de las cosas mejores. Han elegido ser tan silenciosos que nosotros, bastante más sordos, tendemos a darnos cuenta de golpe del hueco que dejan sólo cuando se van.

Un hueco que de repente se vuelve luminoso, y, paradójicamente, empieza a emitir ondas de compañía, tal cual si alguien hubiera encendido un interruptor.

Ellos, que cuando estaban se pasaban el día callados, de repente empiezan a hablarnos sin parar.

En una novela preciosa que acabo de leer el protagonista, un joven que adora a su madre y que acaba de perderla, dice: «El sueño quizá podría tener algo que ver con mi propia naturaleza íntima de varón, diría mamá, con gesto misterioso. De modo que aún sigo teniendo cerca a mi madre para charlar con ella y para que me interprete los sueños.»

Creo que ésa es la mejor de todas las cosas buenas que esa gente callada nos deja cuando se va.

Que, en realidad, nunca se van muy lejos.

Hoy, una cena de bandeja apta para toda clase de introvertidos dispuestos a disfrutar de su cena en su sofá: tomates confitados con huevos escalfados y queso deshaciéndose dentro de un bollo de popover.

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