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Escrito por el Ene 23, 2020 en liturgia de las horas | 13 comentarios| etiquetas: alquimia, enfermedad, la historia familiar, maternidad, muerte, reconciliación

el último vals

Llueve torrencialmente.

Es la tormenta Gloria.

Las persianas de la habitación del hospital me recuerdan a las de casa de la abuela, esas persianas de láminas oscuras de madera enlazadas por una varilla metálica articulada que se va desplegando cuando las subes y deja líneas de luz visibles entre lama y lama.

Son débiles y el vendaval las sacude contra el ventanal dando bandazos estentóreos.

Bajo el cielo cerrado y plúmbeo hay una cúpula de luz irreal, de un intenso color amarillo anaramjado.

Mientras la velamos estas dos noches de hospital, las cortinas de lluvia caen a chorreones y las ramas desnudas de los plátanos se inclinan grotescamente hacia nuestra ventana del cuarto piso, habitación 408.

Hemos llegado el final de este camino oscuro. Los renglones torcidos de Dios.

Nuestro camino torcido que hemos recorrido como hemos podido, a menudo temblequeantes y dando tumbos, como alguien que vuelve a casa después de haber bebido demasiado. Como alguien que se orienta en la oscuridad a trompicones.

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En el año 1999 mi madre nos escribió una carta de despedida. En la carta nos pide perdón por el sufrimiento que nos ha causado, del que ella siempre fue muy consciente, aunque la enfermedad le velara ésta y toda otra lucidez durante largos periodos. Lo escribió, generosamente, en un momento tenebroso de su vida, en el que yo sé a ciencia cierta que estaba en una encrucijada en la que no sabía qué hacer con su vida, cómo recomponerla, cómo encontrar el camino de vuelta a casa.

Estaba totalmente perdida, y nunca volvió a recuperar la dirección que había extraviado, aunque durante tramos del camino pareció que andaba por un sendero difuso dentro del gran bosque.

En esa carta nos dice que aunque a menudo no ha sabido cómo hacérnoslo saber, durante 33 años ha estado siempre pendiente de nuestras pequeñas y grandes cosas y que nosotros siempre hemos sido lo más importante de su vida.
33 años, unos más felices y otros ya premonitorios de lo que se avecinaba. Hasta 1999. Los siguientes 20 años, hasta hoy, los pasó en una tiniebla espesa que iba y venía.

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Es un destino duro que merece toda la compasión amorosa de la que uno sea capaz.

En sus diarios de estos años, sembrados de una atormentada caligrafía de pulga que refleja como el brillo de un cuchillo la crueldad del estado mental dentro del que se ahogaba, hay páginas y páginas y páginas, meses completos de páginas, donde la página está barrada en diagonal y bajo la doble banda está escrita la palabra Oscuridad.
Meses enteros que vivió confinada en su cuarto con las persianas cerradas y la luz apagada.

Es imposible no llorar al recordar todo ese sufrimiento. Y es cada vez más fácil –la muerte vuelve mucho más fácil todo perdón– olvidar el sufrimiento propio para pensar en el de ella.

Estos dos últimos años de proteger en casa su absoluta vulnerabilidad han hecho con nosotros algo que leí hace muchos años en un poema de Khalil Gibran:

«Como gavillas de trigo os aprieta contra su corazón.
Os apalea para desnudaros.
Os trilla para liberaros de vuestra paja.
Os muele hasta dejaros blancos.
Os amasa hasta dejaros livianos,

y luego os entrega a su fuego sagrado, y os transforma
en pan místico para el banquete divino.»

Nos ha preparado, pasándonos por el fuego de la prueba cotidiana, para que pudiéramos llegar a este momento sin resentimiento y con paz.

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Cuando murió jarreaba y el cielo tenía los colores surreales que se describen en el libro del Apocalipsis.
Después hemos bromeado mucho con que ella, que tenía carácter de estrellita, no se iba a ir de este mundo un día cualquiera ni de un modo cualquiera.

Tuvimos, eso sí, el regalo de un muerte apaciguada y dulce.

Se marchó dando esa última respiración que confiere significado al verbo expirar, y en dos minutos su cuerpo estuvo vacío de la sombra de ella misma que ya era.

Vacío. Una cáscara frágil y pálida depositada sobre las sábanas blanquísimas del hospital bajo la luz cenicienta del día. Al fondo el sonido de cepillo de la lluvia bajo los neumáticos de los coches que pasaban por la avenida grande llena de plátanos de invierno. Una cascarita cerosa hecha de un material distinto al de la vida.

Una cáscara vacía, abandonada, que ya no era necesaria. El vuelo era palpable y evidente. La energía ya estaba en otro sitio.

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Contemplar la transformación de un cuerpo vivo en cadáver es quizá la manera más intensa y elocuente de “ver” cómo lo que somos simplemente se transforma en otra cosa.

Claro que eso depende de uno mismo y lo que quiera creer.
Pero hay algo de milagro en la muerte, en esa conversión del cuerpo en cápsula abandonada, en capullo perforado y ya inútil que queda en la tierra mientras la mariposa vuela.

Enseguida ella ya no estaba allí.

Pero estaba.
Y como yo de alguna manera también medio milagrosa había presentido en el cuento de los 3 espíritus, ella estaba y no se había quedado con la forma que tenía entonces. Estaba como era antes de que empezara todo.

Por eso, para la despedida elegimos dos fotos de aquella forma inicial en la que su energía se había transformado de nuevo al liberarse. La mujer brillante, bonita y llena de posibilidades que era antes de que el renglón empezara a vacilar.

Elegimos una música extravagante para la incineración que era un símbolo de la parte festiva de su carácter: el Danubio azul. El vals sonaba mientras la caja desaparecía y nosotros tres solo veíamos la foto de una mujer joven llena de estilo, fuerza y ambiciones, sentada en un peñasco en las agujas de Santa Águeda, a la sombra de un pino carrasco y flanqueda por la hermosa bahía del Benicasim de los años 60 como por un manto azul. Una mujer brillante que, como decía el texto que nos estaban leyendo, no se iba muy lejos.

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La música fue una buena elección y nos lo hizo todo más fácil, porque sólo tuvimos que dejarnos conducir por ella. Era sencillo verla evolucionar llevada por las ondas sinuosas del vals, resplandeciente como en la foto, feliz en brazos de su padre. Su padre adorado y añorado. ese hombre templado y vital, difícil de olvidar y con una energía congregadora, que bromeaba y cantaba Luisa Fernanda a pecho abierto en cualquier circunstancia. Y mientras Marita, la abuela, a la que he llamado insistentemente mientras velábamos a mi madre para que estuviera preparada, los miraba con complacencia.

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En el lugar sin nombre hay ahora una familia reencontrada, y aquí abajo hay otra, por obra de ese trocito de milagro que entrega a los vivos que le pertenecieron la muerte de cualquier vida cumplida.

Este último vals se lleva dentro de sus tirabuzones toda la oscuridad con la que hemos convivido, como quien sopla sobre polvo, y nos deja en su lugar, al final del baile, una madre rescatada en volandas de todo aquello, y a la que, por fin, podemos regresar.

Me gusta pensar que ahora está en ese estado o lugar luminoso en donde, por fin, todo se comprende.

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«¿Qué es esta muerte sino un accidente insignificante? ¿Por qué estaría lejos de tus pensamientos por el sólo hecho de permanecer invisible? Sólo te estoy esperando, durante un tiempo, en algún lugar muy cercano, a la vuelta de la esquina. Todo está bien… nada se ha perdido. «

Henry Scott Holland, El rey de los terrores

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13 Comentarios

  1. Un texto y unas fotos preciosas, Fer.
    Muchos besos.

    • Ahora siempre que veo fotos de mi padre de esos años me acuerdo de lo que me dijiste. Tus niños también van a tener esa suerte. Smuaac.

  2. Impresionante serenidad la tuya mientras escribes este homenaje a tu madre. Un abrazo muy fuerte qyerida Cuqui. Maria Fernanda, descansas ya en paz y al lado de tus padres.

    • Mil gracias querida Pilar Ana, siempre estás cerca. Un gran abrazo.

  3. Un beso Cuca.

    Los versos de Khalil Gibran sólo pueden entenderse tras haber vivido algo así.

    • Muchas gracias Julio. Compartimos hace mil años ese poema y sé que lo entiendes del mismo modo que yo. Me emocionó mucho ver a tu madre. Me gustó mucho que estuvieran porque sé que para mi familia la vuestra ha sido siempre algo muy especial, pese a todos los desvaríos que el tiempo va trayendo… Un abrazo grande.

  4. Precioso!!! Mi mas sentido pésame por el fallecimiento de tu madre. Descanse en paz

    • Carmina, querida, muchísimas gracias. Un grandísimo abrazo.

  5. Qué maravilla, Cuqui. Un abrazo muy grande

    • Muchas gracias Ana Eva. Me he acordado mucho de ti estos días. Ya te imaginas por qué. Un gran gran abrazo.

  6. EXCELENTE TEXTO-POEMA. HACE AÑOS VIVÌ ALGO PARECIDO CON MI ABUELA. LEYENDO TUS PALABRAS RECUERDO AQUELLOS DIAS.
    AHORA MI MADRE ESTA MUY ANCIANA. LUCHA POR AFERRARSE A SU LUCIDEZ. LA QUE PUEDE TENER A SU EDAD. VENDRAN LUEGO DIAS DIFICILES HASTA QUE SE CUMPLA SU TIEMPO.

    SE QUE ES VIVIR ESTAS CIRCUNSTANCIAS. TU LO EXPRESAS DE LA FORMA MAS HERMOSA. BENDICIONES Y MUCHAS GRACIAS!!!!

    • Querida Lina, muchas gracias por tener el detalle de escribirme esas palabras, que te agradezco de corazón. Ojalá tu madre reciba la fortuna de cumplir su tiempo conservando alguna lucidez y mucha capacidad de amor. Y que tú tengas fuerza y generosidad para poder acompañarla. Te envío un abrazo desde aquí, y muchas bendiciones.

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