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Escrito por el Jun 21, 2016 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: Benicasim, despacito, el verano-niño, el verano-verano, la historia familiar, libros, libros de infancia, vacaciones, verano, verano dorado

huele a verano

· huele a verano, a pan y a libros nuevos ·

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Pasta. Levadura. Artesa. Harina y delantal blanco. Cierro los ojos y vuelvo a verme entrando en la panadería de Rose o Fleurantin, las dos en la calle Mthieu. Atravieso el frío aire del amanecer en mi bicicleta, cruzándome con otras luces que se deslizan acompañadas del zumbido de las dinamos. Con los dedos entumecidos, empujo la puerta de la panadería, abierta desde las cinco de la mañana. La primera hornada expande su calor de pasta cocida…
Me meto el pan entre la chaqueta y el grueso jersey, vuelvo a subirme el cuello y salgo disparado. La casa aún no ha despertado. Les daré la sorpresa del pan recién hecho. Langostas o alondras, juntas o frente o frente, intentan cortar la luz del día con su canto de sierra mal afilada. He pasado junto a los rastrojos. Sus depresiones tiemblan en el espejismo del aire caliente. Apoyado en el murete de piedra que prolonga la pared de la ermita, saboreo la sombra como una bebida fresca. El ayer se confunde con el ahora. Feliz, pedaleo hacia casa, hacia el café con leche, la mantequilla y la mermelada de fresa, sintiendo una quemazón deliciosa en el pecho, como si un trozo de sol se me hubiera metido bajo la ropa.

Philipe Claudel. Aromas

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San Juan.

San Juan eran las tardes larguísimas, cielos traslúcidos destilando luz hasta pasadas las diez de la noche.

Era la libertad de las estrellas, la canción familiar y noctámbula de los grillos.

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San Juan era el comienzo del verano, el comienzo de los placeres puros de un largo verano de libertad, que se bebían con sed, a grandes sorbos, casi atragantándonos.

Aún no sabíamos jugar a alargarlos, y nos zambullíamos en ellos con el hambre gozosa y sin cálculos de los niños.

San Juan significaba acabar los exámenes, llevar a casa el boletín con las notas y después ir a la papelería a comprar libros para leer durante las largas vacaciones.

Ese día, el día de los libros en la papelería Manuel, era un día de fiesta grande.

Y yo lo preparaba como se merecía, con toda ceremonia.

Durante meses había consultado las novedades de mis colecciones preferidas en las guardas de los libros, apuntando en papelitos todos mis objetos de deseo. Había mirado escaparates y había hecho preguntas a los libreros del kiosko Izquierdo y de la papelería Manuel. Había preparado listas bien nutridas de los libros que más me interesaban y de los que me faltaban de las colecciones que ya me gustaban.

Mis padres siempre fueron generosos con el día de los libros. Así que yo salía de allí cargada con mis quince o veinte libros nuevos, y tan feliz como se puede ser feliz por un deseo cumplido.

Un deseo que dejaría sus charquitos de sol aquí y allá, mañana, tarde y noche, cada día durante todo mi verano, y que en septiembre se convertiría en un nuevo capullo solar, que iría redondeándose con nuevos pétalos mientras el año escolar se desplegaba.

Los libros eran mi primer equipaje cuando había que empezar a guardar cosas en maletas para ir a vivir casi tres meses a Benicasim.

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Hoy en mi imaginación el olor de los libros de verano está mezclado con los otros olores deliciosos de la papelería: a gomas de borrar nuevas, a lápices de madera con las tablas de multiplicar y a botes de cola blanca Pelikan, a recambios de hojas cuadriculadas para los carpesanos, a crayones envueltos en una faja de papel poroso y a los Lapiz-Hito de Jovi, a cajas de lápices Alpino y de ceras Manley.

Que en realidad eran los olores propios de septiembre, del comienzo de curso.
Pero están todos juntos, quién sabe por qué.

Y a su lado están los olores del verano silvestre.

El largo verano feliz y olvidado de todo, un verano que era como entrar en una guarida secreta, como un viaje de incógnito.

El verano de los 8, 9, 10, 11 años.

El olor del pan y los bollos suizos.

El olor del aire del mar en la terraza recién despierta.

El olor a Nivea.

El olor del pelo de mis Nancys.

El olor a césped recién segado, a amapolas en los trigales maduros y a campos de hinojo macerados al sol.

El olor a coca en molles recién hecha, y a pilota de frare.

El olor a paella de domingo, a berenjenas rebozadas, a migas con uvas y a tarta de manzana con crema.

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Las escapadas en bici bien temprano, cuando el mundo aún no se había despertado y sólo se oían pájaros bajo un cielo cristalino y anchísimo.

Ir hasta el horno del pueblo a recoger las barras de pan y las cocas en molles aún calientes en la cesta de la bici; aquel viaje corto, veloz y maravilloso con su clima de felicidad privada.

Y subir a casa con colores arrebolados en las mejillas y la sorpresa del pan crujiente en los brazos.

El pan, esas barras doradas de cuarto que ahora sé que no eran de buen pan, pero que a mí me parecían la mejor manera de ser recibida por el mundo cada día.

La furgoneta de reparto del panadero que paraba en medio de la calle de enmedio de los apartamentos y tocaba el claxon tres veces.

El pan era sorpresa y también era pulso: era eso que pasaba cada día, la señal inequívoca de que el mundo seguía girando tal y como debía.

El pequeño y delicioso ritual, a la vez íntimo y compartido, con el que empezaba cada día.

Ese a través del cual te apropiabas del día que empezaba, colocabas tus pasos sobre él, y le hacías hueco para que pudiera seguir desplegando sobre ti todas sus promesas.

Es imposible saber por qué recuerdas a unas personas más que a otras, dentro del cuadro que todos componíamos y que se repetía casi sin cambios una mañana tras otra.

Y yo me acuerdo sobre todo del ama y de Rosa Vicenta.

El ama, con su bata de tergal fresco, bajita, peinada con pulcritud de peluquería y con la bolsa bordada para el pan en la mano. A veces mis primos la seguían con la mirada desde la barandilla de su balcón, descalzos y con el bañador recién puesto, igual que un cachorrito mira a su amo. Seguramente tenían hambre y esperaban con ganas el viaje de su desayuno hasta el segundo piso en las manos antiguas y cariñosas del ama.

Rosa Vicenta, con sus sandalias de cuña y las uñas de los pies pintadas de carmín, bermellón o coral, un vestido estampado con el cuerpo ceñido y vuelo en la falda y el pelo negro recogido, a veces con uno de esos turbantes de playa que estaban de moda en los setenta, a veces sujeto con un pañuelo.

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Llevaba el monedero y la bolsa de tela para el pan en la mano, que cargaba con bien de barras de a cuarto, porque ella era un ama de casa dedicada y sus tres hombres eran de buen comer.

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Llevaba los labios pintados de rojo y tenía una sonrisa fácil y espectacularmente bonita, que dejaba detrás unos dientes perfectos.

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Una belleza espléndida, que aturdía.
Una belleza rotunda y contundente que desprendía un aura de encanto femenino a la italiana y que por aquel entonces debía hacer soñar en secreto a más de uno.

Rosa Vicenta en Ibiza

De huesos grandes y generosos y cintura estrecha, tenía uno de esos cuerpos poderosos adornados en abundancia con todo lo necesario, y un porte que la hacía parecer una diosa risueña entre mortales. Una Sofía Loren de andar por casa.

Rosa Vicenta en una playa de Ibiza

Todos habíamos llenado nuestras bolsas y la furgoneta del panadero enfilaba el callejón de enmedio hacia el siguiente destino.

Nosotros nos dispersábamos hacia nuestros portales, envueltos en el vapor perfumado de los bollos calientes y en el brillo de la mañana marina, cada mochuelo a su olivo, anticipando el momento precioso de un desayuno de vacaciones junto a esa miga suculenta y aún tibia que se deshacía en la boca al morderla.

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Yo sacaba mi bollo espolvoreado de azúcar a la terraza o mi media coca en molles, calentita aún, sobre la mesa de bambú y esmalte rojo, con un vaso de leche fresca, y desayunaba sin prisa en el silencio beatífico de la mañana, que pronto se llenaría de algarabía juguetona de playa y de piscina.

Después, en bañador, blusón y sandalias de dedito, aún habría tiempo de calmar la divina impaciencia de saber qué iba a pasar ahora en el libro nuevo, vigorizada por la brisa del mar y de viaje a otro mundo, tumbada sobre una de las hamacas de la terraza…

Feliz semana a todos.

 

 Y mientras todo esto se cocinaba a fuego lento, esto otro es lo que hemos comido esta semana: coca de San Juan

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