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Escrito por el Ago 10, 2012 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: apurando el verano, el verano-niño, el verano-verano, la historia familiar, los constructores, noche estival, rituales, vacaciones, verano dorado

plenilumio de agosto

Es la primera luna llena de agosto.
Esta noche celebramos un ritual, y a todos nos hace mucha ilusión.
Los rituales nutren de significado nuestra vida tanto como la pasión, el desorden y la sorpresa.
No se puede decir qué pesa más en ellas, porque probablemente lo más importante es el equilibrio de energías entre las dos corrientes, la simbólica que construimos con nuestra creatividad y nuestra consciencia y la que nos construye a nosotros y siempre nos pilla desprevenidos.

Cambrils

Bajaremos a bañarnos al mar cuando sea noche cerrada y la luna se haya levantado, y cenaremos en medio de la playa platos que a todos nos encantan.

Habrá croquetas de pollo y tortilla de patatas, que preparará el ama. (Ama de cría de mi tía, que se quedó después a trabajar en la familia toda su vida. Como les pasa a las madres y a las tías mientras ejercen, ha perdido su nombre propio y todos la llamamos ama).
Nunca he vuelto a probar croquetas mejores que las del ama, aunque me he esforzado lo mío detrás de ese recuerdo y me salen digamos que buenas. Pero aquellas eran fabulosas.
Además estaban imbuidas de las virtudes mágicas de las noches de luna llena en el mar, algo que debe ser como cuando los equipos de fútbol juegan en casa o algo así.

Alvor. Algarve. Portugal

Mi padre preparaba sangría, y había pataquetas* de longanizas con tomate y pimientos fritos, y de marina frita.
Había farolitos de camping gas esparciendo su vapor dorado sobre la arena, toallas de verano haciendo de zaguán colorido para las olas, garrafas de cristal con camisa de mimbre llenas de agua fresca y una bota de vino tinto.

200809_031

Los pescadores abrían una primera fila junto a las olas con sus sillas plegables, sus fiambreras y las lucecitas verdes que colgaban de sus hilos que no podíamos ver, como luciérnagas posadas en el aire.

Todos íbamos en bañador, corriendo como gatitos alocados por la arena, partiendo las olas en abanicos de agua con los pies, y nadie nos reñía, porque aunque parecíamos moscas, los mayores también estaban de muy buen humor, y se les notaba esa punta de emoción del verano en sazón, como si fueran conscientes de que estaban cosechando un fruto que dura poco.

La arena estaba fresca y compacta, y cuando te quedabas quieta junto a las olas, que se habían venido a menos tras la anochecida y llegaban mansas como lametones de perro, los pies se iban hundiendo despacio en la arena mojada y terminaban por hacerte caer.

Un viento suave soplaba desde el horizonte hacia nosotros, la brisa te humedecía la piel, su saliva salitrosa te refrescaba el cuerpo en un anticipo delicioso del agua del mar, y aquella sensación sabía a verano más que el olor de la Nivea.

La luna nos hechizaba un poco a todos, y jugando bajo de su estela todo nos parecía aún más extraordinario.

Después de cenar, contraviniendo todas las normas sobre la digestión que nos habíamos tragado todo el verano, mi tío Pepe, con su camiseta de rejilla blanca, alpargatas blancas de loneta con suela de enea y un Meyba milrayas azul y blanco que se mantenía prodigiosamente en pie cubriendo sus pudores bajo una fantástica barriga, emplazaba a la chiquillería, que ya estaba ansiosa de desorden:

Gandia

ala mullallo’, ar aguaaaaa tooooo’ (mi tío era “canarión”, nacido en Gran Canaria, casado con una castellonense que durante diez años según dice la leyenda familiar dejó las bombillas colgando de sus hilos y no colgó lámparas en su casa de Las Palmas por si se volvían a vivir a Castellón. Quizá no hay en toda España acento más dulce que el de los canariones, tan parecido al de los cubanos: dicen mullallo en vez de muchacho, m’ijo en vez de mi hijo y te hablan de u’té’…)

Nadie se hacía de rogar: entrábamos todos corriendo, empujándonos y dando traspiés, a un mar que estaba oscuro como boca de lobo, y que sin embargo a nosotros nos sonaba amigo, confiable y familiar.

Era el momento cumbre que marcaba el punto álgido de nuestro verano de niños.

Aún quedaban muchos días de sol, mar y vida asilvestrada, pero como todos los rituales, éste segregaba su orden sobre nuestras vidas: nos decía en voz bajita que había que aprovechar bien lo que quedaba porque empezábamos a ir cuesta abajo.

Y ahí estamos, queridos amigos, rondando el quince de agosto, y muchos empezando la cuesta abajo.

Así que hoy, dos gazpachos frescos y rápidos, para atemperar el cuerpo y para mantener bien lleno nuestro frasco de reservas especiales de tiempo para bañarse bajo la luna…

*las pataquetas son panecillos redondos con forma de media luna que se suelen gastar para preparar bocadillos.

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