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Escrito por el Mar 26, 2015 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: flores, la historia familiar, los constructores, pequeños rituales, regalos, rosas

un ramo de rosas

Cuando era pequeña, muy pequeña, la primavera comenzaba debajo de una acacia en flor, bajo el techo fantástico que formaba la enramada de racimos de conejitos blancos oscilando sobre mi cabecita con coletas.

Empezaba con una faldita de flores, unas bailarinas rojas con una moña rizada, coleteros rojos de bolitas de madera, y con los trinos de los pájaros abriendo un cielo nuevo.

Después, en la primera adolescencia, la primavera comenzaba el 30 de mayo, con el timbre de la puerta sonando una vez y otra vez como un estribillo; comenzaba cuadriculando la mesita de formica azul celeste de la cocina con bandejas de cartón blanco llenas de repostería de yema y azúcar de la pastelería Salvi. Empezaba con una procesión casi ritual de centros de flores que las mamás de sus pequeños clientes le enviaban a mi madre por su santo.

Terrinas de cerámica en las que abanicos de gladiolos ardían suavemente como fuegos rosas.
Cestas de mimbre de rosas blancas y papaver, centros silvestres de calas, margaritas y claveles.
Terrinas compuestas sobre estereofón verde empapado en agua, que olían a bosque y a la humedad densa y sensual de la floristería.
Era un día de lujuria para mí, que desde muy pequeñita adoraba las flores.

en casa

Cada vez que llegaba un centro, yo andaba por el pasillo detrás de la estela de aroma que dejaban, y esa noche dormía como deben dormir los ángeles o los cuerpecitos untados con ambrosía, como pasaba en las leyendas que leía por las noches.

Los días siguientes hacía como las abejas, libar, libar… de un centro a otro, oliéndolas, mirándolas brillar como gemas bajo el reflujo del sol de la mañana sobre la repisa del radiador del comedor…

Después, dos o tres días después, pedía permiso a mi madre, deshacía los centros, sacaba los jarrones de cristal tallado de mi madre de los armarios donde se aburrían, y reacomodaba las flores guiándome por mi instinto, cortándoles los tallos para que vivieran más. Les cambiaba el agua cada día y ahí estábamos, ellas y yo, conversando en voz baja, felices y plácidas, hasta que llegaba el momento de deshacer los jarrones (para lo que también tenía que pedir permiso. A mí no me gustaba verlas marchitarse, pero mi entusiasmo por preocuparme de aquellas criaturas estaba en franca minoría en la casa familiar).

En casa. Rosas

Además de los centros que recibía mi madre, ese día 30 de mayo, durante bastantes años, yo recibía un ramo.
Un ramo de rosas Chrysler, rosas de tallo corto y un maravilloso color rojo púrpura, la especie de rosas más fragante del mercado.
Mi tía Carmen le mandaba un centro a mi madre, para agradecerle a mi padre lo que hacía por mi tío, que estaba muy enfermo del corazón, y como era el santo de las dos y ella era, además de una mujer agradecida, una mujer cariñosa, me enviaba aquel ramito a mí.

No creo que mi tía Carmen supiera nunca la emoción que me producía aquel regalo.
Quizá murió cuando yo aún no sabía decir estas cosas.
Fueron las primeras flores que me regalaron, pero sobre todo me emocionaba que ella hubiera elegido para mí aquellas flores, lujuriosas, opulentas, aquellas flores de jardín que entraban en mi cuarto causando conmoción, transformándolo todo, como Anna Galiena cuando entraba en su peluquería en aquella película.

A mí aquellas rosas no me parecían flores de segunda por no tener tallo de modelo. Qué va, todo lo contrario.
No olían a colonia ni a silicona sino a mujer.
A mujer de una pieza. A mujer de armas tomar.
Y te podían hechizar igual que una de ellas. Y qué más se podía desear.

Qué gloria, aquel regalo, aquel olor que era como una posesión, que era como enamorarse.
Yo aún no sabía cómo sería enamorarse, pero ya pensaba mucho en eso, y las olía y estaba segura de que sería algo así, algo como rendirse bajo el susurro invasivo y dulce de aquel perfume…

Cuando me divorcié y estrené una casa para mí, la primera planta de jardín que compré, después del olivo, fue un rosal Chrysler.

Bienvenida, primavera.
Bienvenida entre nosotros, tú que regresas al mundo de la luz y de los vivos como una Perséfone radiante y retozona.

En casa

Ven y sigue perturbándonos, sigue sembrando tu semilla de divino descontento en nuestro corazón, en nuestras vidas, en nuestras casas.
No te apiades de nuestras costumbres enranciadas.

Haz que nos pique la piel y que tengamos muchas ganas de vida extraordinaria.

Sigue seduciéndonos, deslumbrándonos, sorprendiéndonos, confortándonos, inquietándonos.

Sigue hechizándonos, un año más, con tu aliento que huele a rosas y a pequeñas revoluciones íntimas…

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