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Escrito por el Jul 15, 2015 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: amistad, verano

amistad a lo largo

Os acabáis de ir.
Hace muchos meses que no nos reuníamos, porque la vida ha estado arisca este año, y nos ha hecho tropezar una vez y otra vez.

Y estamos con poco aliento.

Y eso nos ha quitado a algunos las ganas de hablar, de salir hacia fuera.

Pero nunca de que nuestros demás lo sepan, de esos pocos demás que siempre están dentro de una.

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Hemos comido en la terraza, paella casera, con buenos vinos y un calor sofocante.
Aunque en realidad el calor nos da lo mismo.
Porque teníamos muchas ganas de vernos.

Con los años hemos desarrollado una dulzura púdica que es absolutamente nuestra.
Nuestras comidas y cenas tienen ese color, un color aromático y silvestre, tan intenso y expansivo como el que deja un bebé en el cuerpo de su madre.
Todos estamos, a días, teñidos de él. Aunque no estemos juntos.

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Nuestra ternura va mucho más allá de las palabras, mucho más allá de lo que conseguimos decir, a veces torpemente, en nuestras largas, sinceras y enfervorizadas conversaciones de vamos a arreglar el mundo.

Sinceras porque no hay nada de postureo ni de cinismo en ellas.
Son sinceras en el mejor sentido de la palabra.

Nos hemos criado, intelectual y emocionalmente, juntos. Llevamos juntos los últimos 20 años.
Son muchos años.

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Y en cada nueva comida de otoño, invierno, primavera o verano, notas lo mismo: venimos aquí con las cosas que nos rascan la piel, las cosas que nos la rascan de veras, cosas que nos preocupan, que ocupan nuestro tiempo, que a ratos nos desvelan.
Las cosas que forman la urdimbre de nuestro largo hacernos como personas.

Nada de charlatanería.
Ningún manierismo.

Aquí todos estamos piel a piel, todos nos arriesgamos al hablar, no hablamos para hacer discurso, sino para encontrar más claridad.
Regalamos lo que tenemos, y lo exponemos en una conversación que cada vez es menos de tertulia y más de amigos íntimos que avanzan a trancas y retrancas en su vida, mirando alrededor.
Mirando. Siempre mirando.

Si hay algo que compartimos todos, es eso. Todos miramos.
Todos tenemos sed de que el mundo nos entregue las respuestas que nuestra mirada le levanta.

¿Cuántas novias hemos cobijado en estas comidas y cenas, cuántas han venido y después se han ido y de cuántas seguimos aún hablando?
¿Cuántas bicis de Xavi hemos aparcado en nuestro recibidor?
¿Cuántos bigotes, barbas, patillas, cabecitas rapadas, kilos de más y de menos, camisetas del 68, dolores, tristezas, esperanzas, confesiones, botellas de Cutty Shark, discos de jazz y de música italiana, mujeres como diosas, han pasado por nuestras vidas gracias a nuestra amistad a lo largo?

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Una larga historia compartida es como un abrazo tan fuerte que puede romper todo lo malo de una vida.
Todo lo que falta. O casi todo.

Y ahora, cuando llega el momento de despedirse y los demás se van, todo lo que teníamos para darles nos parece poco.
Siempre nos parece poco. Al menos así me pasa a mí.

Y entonces empiezo a pensar en la siguiente vez.
La paella estaba demasiado sentida.
Faltaba fruta.
Podía haber traído helado.
Hemos de dejar hablar más a Angelo, que lo agobiamos, copón…
La próxima vez les voy a hacer cordero. Y una ensalada cojonuda.
Y un postre con higos, porque no debe de pasar de septiembre, la siguiente.

Pero yo sé, y ellos también, que si hay algo estable en nuestras vidas, es eso que nos une.
No tenemos una etiqueta para nombrarlo.

La etiqueta somos nosotros.

Nosotros, que nos echamos de menos cuando pasa más del tiempo del que puede pasar desapercibido sin tocarnos, sin abrazarnos, sin tomarnos el pelo, como si nuestra amistad tuviera un reloj íntimo y carnal.

Nosotros, que a veces no nos contamos las cosas, y da igual, porque las sabemos de igual modo.
Nosotros, que siempre estamos ahí.
Unos u otros, según nos lleva para aquí y para allá la marea del tiempo.
Cuando no está uno, está otro.

Sois una de las cosas mejores que me ha pasado y me pasará nunca.
También sois una de las pocas cosas que realmente me han hecho como soy.
Y de las que estoy más felizmente orgullosa.
Feliz verano, chicos. Mis chicos.

Amistad a lo largo.
«Mirad: somos nosotros».
Qué dulce maravilla.

Pasan lentos los días
y muchas veces estuvimos solos.
Pero luego hay momentos felices
para dejarse ser en amistad.
Mirad:
somos nosotros.

Un destino condujo diestramente
las horas, y brotó la compañía.
Llegaban las noches. Al amor de ellas
nosotros encendíamos palabras,
las palabras que luego abandonamos
para subir a más:
empezamos a ser los compañeros
que se conocen
por encima de la voz o de la seña.

Ahora sí. Pueden alzarse
las gentiles palabras
–esas que ya no dicen cosas–,
flotar ligeramente sobre el aire;
porque estamos nosotros enzarzados
en mundo, sarmentosos
de historia acumulada,
y está la compañía que formamos plena,
frondosa de presencias.
Detrás de cada uno
vela su casa, el campo, la distancia.

Pero callad.
Quiero deciros algo.
Solo quiero deciros que estamos todos juntos.
A veces, al hablar, alguno olvida
su brazo sobre el mío,
y yo aunque esté callado doy las gracias,
porque hay paz en los cuerpos y en nosotros.
Quiero deciros cómo todos trajimos
nuestras vidas aquí, para contarlas.
Largamente, los unos a los otros
en el rincón hablamos, tantos meses!
que no sabemos bien, y en el recuerdo
el júbilo es igual a la tristeza.
Para nosotros el dolor es tierno.

Ay el tiempo! Ya todo se comprende.

Jaime Gil de Biedma
(Compañeros de viaje, 1959)

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