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Escrito por el Abr 8, 2013 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: construir la propia vida, cumpleaños, ilusiones, primavera, vocación

bienvenida, primavera

Primavera. Por fin ha llegado la primavera.

Hace casi justo un año escribí aquí una de mis primeras entradas, y se llamaba así: Bienvenida, primavera.

Tiro del hilo de lo que he escrito desde entonces siguiéndome a mí misma en este año hacia atrás, y me doy cuenta de cuántas cosas han pasado, de lo mullida que es la alfombra que ha tejido para nosotros este año ahora ya entero, listo para cosechar, como todas esas verduras y frutas que hemos recogido y con las que hemos pasado el año dialogando.

La primavera está aquí otra vez, con sus vientos cambiantes, sus chaparrones violetas y sus cielos turquesa que irradian transparencia. El invierno ha sido largo y espeso, no ha sido un año suave para nadie que yo conozca. Pero cuando pasamos una de esas épocas en las que hemos de esforzarnos para seguir adelante, un día, ese día en que nos paramos a echar un vistazo para atrás, nos damos cuenta de todo lo que hemos mejorado sin querer, de todo lo que hemos aprendido.

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Y entonces te entra la alegría que deben tener los huertanos el día que se levantan para ir a cosechar, después de un año de trabajo y preocupaciones. La alegría de la cosecha.

Yo hoy tengo esa clase de alegría. Me acuesto a dormir la siesta en mi cuarto, las cortinas filtran la luz de la tarde temprana y proyectan cenefas de una luz cremosa sobre el suelo de madera. La casa está en silencio, y avanza sobre mí esa sensación que nos alcanza a veces, muy pocas veces, de que todo lo que importa está en su sitio.

Tengo esa alegría sencilla y poderosa de estar viva un día más.

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Cuando mi abuela estaba muy enferma, después de una embolia, en sus últimos meses, se quedó a vivir con una de sus hijas. Todos la queríamos muchísimo -se había pasado una vida larga haciéndose querer- y los nietos que vivían allí la despertaban por la mañana. Mi prima me contó que cuando ella cuando acudía a despertarla y la veía abrir los ojos, le gustaba preguntarle cómo estaba. Y ella solía decir, con un esfuerzo por hacerse entender, porque apenas podía hablar, y sonriendo: estoy contenta de estar aquí otro día.

Yo me siento hoy un poco así. Contenta de estar aquí otro día.

No sé si habéis visto una película de Tom Ford que se llama “Un hombre soltero”. (Una película excelente, por cierto). Cuando está a punto de acabar, el protagonista mantiene un diálogo consigo mismo que habla sobre esa sensación:

“Unas cuantas veces en mi vida he experimentado momentos de una claridad meridiana, en los que durante unos breves segundos el silencio ahoga el ruido y puedo sentir en lugar de pensar; todo parece muy definido, y el mundo claro y fresco, como si todo acabara de nacer. Es imposible hacer que esos momentos duren. Yo me aferro a ellos, pero se desvanecen, como todo.

He vivido mi vida en esos momentos; ellos me transportan de vuelta al presente, y entonces me doy cuenta de que todo es justo como tiene que ser.”

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Esos raros momentos son como piedras trazando el dibujo que te permite atravesar un río de roca en roca, de zancada en zancada. Y al final el río resulta ser tu vida entera.

Hace ahora ya muchos años, no sé cuántos, antes de cumplir los 19, tuve un sueño. Estará anotado en uno de mis cuadernos de entonces, seguro. Entraba en una habitación donde había tres mujeres. Eran jóvenes y preciosas, cada una muy distinta de la otra. Sonreían, aunque estaban en silencio; se las veía juguetonas y felices. Iban vestidas con telas de diferentes tonos de azul, ligeras y suaves. El techo de la habitación estaba lleno de manojos de flores azules que colgaban de pequeñas cuerdas.

Yo entraba y me quedaba mirándolas fascinada. Trabajaban allí, pero no era un simple lugar de trabajo. También era una especie de lugar sagrado. Se estaba tan bien allí dentro. No era mi casa, pero a mí me parecía que de pronto allí dentro todo encajaba. Yo encajaba. Con todo lo que había alrededor.

Y miraba a las tres mujeres, tan bonitas, chispeando con ese gracia cautivadora de las mujeres hermosas que no son conscientes de que lo son…

Después de aquel día, siempre he pensado que era un sueño de futuro. Que en ese sueño de alguna manera estaba cifrado mi futuro de mujer madura.

Hoy me he dormido a la hora de la siesta y mientras me quedaba dormida, entre ensueños, soñaba con cascadas de flores azules que ascendían trenzándose y eclosionando como luces que se encendieran, enroscándose sobre nada, como si crecieran hacia el cielo. Los pequeños pétalos relucían como piedras talladas. Había sol alrededor de las flores, y al despertarme sólo tenía ganas de sacudirme la piel como un perro mojado, de echar a correr entre risas y de rejuvenecer: de disfrutar de una vida nueva, ligera y risueña.

Y entonces he recordado aquel sueño.

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Dentro de pocos días cumpliré 50 años.

Una de esas cifras que no para de susurrarte cosas al oído.

Estos días en que me siento visitada por esa extraña, sencilla y plena alegría de la cosecha, a veces pienso que quizá esté ya muy cerca de encontrar la puerta que lleva hasta esa habitación azul…

Hoy, una cita con una de las hortalizas que se irán a dormir cuando el calor se instale: alcachofas, reinas del invierno!

Pronto en los campos roturados sólo quedarán las alcachofas florecidas, con su grueso penacho plumoso violeta atardecer… Y nos despediremos de ellas hasta que vuelva el frío…

Despedidas, reencuentros…

Es tan bonito tener siempre cosas que esperar…!

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