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Escrito por el Dic 24, 2015 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: hacer la Navidad, Navidad

en los cuarteles del Polo Norte

En los cuarteles del Polo Norte, donde vive Papá Noël…

Hace unos pocos días un amigo me ha contado una historia que me ha hecho recordar.

Mi amigo tiene un niño de 11 años que aún cree en Papá Noël.
En su clase hay muy poquitos niños que aún no «saben».
Muy poquitos que aún tienen el don.
Una tarde, hay un ejercicio que pregunta «¿recuerdas el momento en que dejaste de creer en los Reyes Magos?».
Los niños que ya han cruzado la línea avisan al profesor y el profesor quita el ejercicio.
Pero deja otros de la misma página.
Y el niño de mi amigo no tiene más remedio que cruzar la línea, él también.

Por la noche, el niño de mi amigo tiene muchas preguntas que hacerles.
Y ellos se lo explican todo. Cómo «se lo montan» para hacer de Papá Noel.

Y entonces, cuando ellos piensan que más o menos ya han pasado lo peor, el niño les hace otra pregunta: ¿dónde están mis dientes de leche?

Eres un niño y un día una palabra nueva entra en tu vida, y lo cambia todo.
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Cuando Noël, mi pollo pequeño, cumplía 10 años, yo tenía esa sensación perentoria que nos dejan las cosas que no pueden estirarse más.
Uno querría, pero sabe que no puede ser.

Crecemos, como Wendy.

Y al crecer, o para poder crecer, abandonamos algunos paisajes muy queridos, nos alejamos de ellos, y nos aventuramos hacia lo nuevo.
Porque crecer es eso: hacer sitio a lo nuevo.

Así que ese año Papá Noël le dejó una carta.
La escribimos en tinta roja con una bonita caligrafía nórdica y la firmamos con tiras de renos, y le decíamos que Papá Noel ya no vendría a visitarla más, porque ella ya se había hecho mayor y había llegado el momento de que ella ocupara su lugar entre los «duendes» de Papá Noel, que son los que trabajan todo el año para que el espíritu de la Navidad permanezca vivo. Ese espíritu que es como el lado blanco de la fuerza.

El que tienen los niños por nacimiento cuando aún son muy pequeños y confían, y se ríen, y no necesitan pensar en lo que pasará mañana.

La Navidad es una de esas fechas en las que el tema espiritual que se oye de fondo es el de nuestro trato con la inocencia.
Por eso las Navidades mientras hay niños suelen ser felices, y se hacen más contradictorias y nostálgicas cuando los niños crecen y los mayores faltan.
Porque qué difícil es seguir siendo inocente cuando te haces adulto. Qué difícil es seguir teniendo esa concentración en el presente, esa carencia radical de táctica y estrategia.

Y esta celebración, que en realidad ahora no puede ser sino una trasposición de la inicial, mestiza, híbrida, teñida de significados nuevos, para mí tiene mucho que ver con eso: con la inocencia en el tempo largo, con nuestra relación con la inocencia.

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Hace muchos años, cuando yo andaba por los 10, 12 años, leí una historia de Navidad que de alguna manera me ha acompañado siempre.
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Estaba en uno de aquellos libros de Enid Blyton de la serie en la que unos niños de ciudad iban a pasar las vacaciones a una granja.
En «La granja del cerezo», los niños conocen a Sacolín, un «salvaje» que vive en el bosque, en una casa-árbol. Sus opiniones sobre los niños de ciudad no son precisamente cordiales, y los niños tendrán que revisar muchas de las cosas que forman parte de su relación con la Naturaleza. Sacolín tiene un trato amistoso con los animales, y los niños aprenderán a estar cerca de ellos y a ver su vida desde otro punto de vista. Cuando llega a Navidad, hay una colcha tejida a a mano para Sacolín y un escabel de madera donde los niños han tallado las figuras de los animales que han conocido con él.

Me gusta eso.
Regalos hechos a mano, que tienen que ver a la vez con lo que uno sabe hacer y con lo que uno piensa que el otro necesita. Regalos sencillos y asentados en la robusta simplicidad de la vida cotidiana.

Yo era pequeña aún y no podía calibrar hasta qué punto después, de mayor, vería esos rituales de entrega de regalos navideños, regalos comprados por costumbre o por obligación mientras se corre de aquí para allá, listas de la compra apuradas con agitación y sin placer, que conducían al día de fiesta con un estribo tan firme como el de la ficha del trabajo, como un síntoma de enfermedad espiritual.

No tenía la menor idea de hasta qué punto todo ese ceremonial me parecería después hueco y vacío.

Las casas llenas de papeles de regalo arrugados, de cajas vacías, bolsas de basura llenas de envoltorios festivos que sin embargo apenas han producido alguna sensación genuina de felicidad y celebración. Toda esa ceremonia del empacho.

Porque es muy difícil abrirle el apetito a alguien que ya está saciado, si lo que le ofreces es algo más de lo mismo que come todos los días.

Es la cruz de esta sociedad nuestra, próspera y autocomplaciente.

Que sin embargo convive con la pobreza real y cotidiana sin pestañear.

Yo estos días no puedo evitar preguntar preguntarme cosas como ésta: cuando gente «normal», aquí en España, que no es precisamente un país desarrollado, un país donde 1 de cada 4 niños pasa hambre, ve esos anuncios de la campaña de Navidad que ponen en la tele de perfumes y de coches, ¿qué es lo que sienten? ¿les entran ganas de ir a incendiarlo todo, como en la revolución francesa? ¿o más bien desearían poder identificarse con esos supermachos que tienen todas las mujeres que quieren con sólo chasquear los dedos, porque antes han ganado el poder que hace que su apuesta ruede sobre seguro?

No hay que dudar de que todas esas grandes marcas, imperios que cotizan en bolsa y que manejan cifras que a mí me resultan casi inabarcables, saben muy bien lo que están vendiendo de verdad cuando añaden a sus productos toda esa mitología del ganador.

Mujeres que sólo quieren lujo y poder, y hombres que se lo puedan proporcionar. Mujeres que se rinden ante hombres que tienen a la vez belleza y dinero. Hombres que sólo quieren coches que manifiesten con claridad majestuosa la clase de poder que han conseguido.

Y esa es la Navidad de los anuncios.

Resumiendo: hombres y mujeres obsesionados por el poder, y totalmente aislados en su mundo de vales o no vales, estás o no estás. Y eso es lo que cuenta.

Todo lo que pasa fuera de ahí, todo el sufrimiento del mundo, sencillamente no existe.

Porque si hay algo que los que viven en ese mundo intentan con toda su fanfarria de recursos es que parezca que fuera no hay nada más.

El extrarradio no existe.

El verdadero mundo es el suyo.

Y esa es la Navidad mayoritaria que vemos en la tele.

angelito

Yo, que afortunadamente veo la tele de poca a nada, este diciembre, sin embargo, he vivido algunas tardes de esas en las que el espíritu de la Navidad crece como las setas en un buen mantillo.
Pero no era el mío el que crecía, no.

Era el de ellos, el de mis pollos.

Ahí estaban los dos, sentados en la mesa del comedor, dibujando líneas de clavos de olor en naranjas y atándolas con cintas bordadas, llenando tarros con especias para hacer vino aromático de invierno, envolviendo pequeñas cosas en paquetes festivos. Como los amigos de Benji preparando los regalos de Sacolín.
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Eso me ha hecho pensar.

Me ha hecho pensar que en realidad, por mucho que las cosas no pinten bien, no sabemos lo que va a pasar.
Hay mucha gente diferente en el mundo.

Mucha.

Y hay también muchos de los que no ven la tele, de los que no aprueban los anuncios de perfume, de los que fabrican su propia Navidad.

Me ha hecho pensar en una cosecha posible: no lo sabemos, pero sembramos lo que somos, lo que apreciamos, los dones que hemos recibido.

Y un día los vemos, esos dones, en esos que son cosa nuestra, y entendemos de golpe muchas cosas sobre nosotros mismos.

Y recibimos un regalo: el de saber que hay algunas cosas que hemos hecho bien, y que durarán, en forma de historias, mucho después de que nosotros nos hayamos ido.
Y quizá alguna de esas historias, alguna de esas maneras de ver el mundo, esas pequeñas cosas que dan forma a los días, la forma en que sonreímos, cómo y porqué cocinamos así, nuestra manera de encender las luces cuando cae la noche o la manera de hacer una cama para otros, todo eso, esos pequeños signos con los que grabamos a tientas nuestra vida, encuentren su continuación en la historia de cualquiera de esos que hemos amado.

Y el mundo gira así. De una historia a otra.

No hay mucho más.

Todo son historias.
Y hay muchas historias maravillosas, historias de gente que cambió todo lo que tenía cerca sólo con su manera de estar en el mundo.
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Creo que hay varias noches en el año que nos susurran la misma frase con insistencia.

Cuéntame una historia…

Y para mí, ésta es una de esas noches.

Una noche de silencio, de estrellas, de creer en lo improbable sin pregonarlo, de enhebrar pequeños gestos de amor.

Una noche de pensar en todas esas historias extraordinarias de gente extraordinaria.

De dejarse mojar por ellas, de dejarse inspirar por ellas.

Para mí, esta noche, aunque ya no tenga aquel sentido en el que me educaron, sigue siendo como una noche de campamento: una noche en la que a la gente normal, si se deja, le suceden cosas misteriosas, cosas de las que se cuentan en voz baja.

Una noche de cuentos.

Hace muchos años, cuando empecé a vivir con R., me leía cuentos en voz alta antes de dormirnos.

También en Navidad.

No se me ha olvidado: los cristales de nuestra habitación estaban empañados, estábamos solos en casa, el cimborrio de la catedral brillaba como una candela en medio de la noche, el cielo estaba silencioso y lleno de constelaciones de invierno, hacía frío y nos arrebujábamos entre las mantas, y su voz cálida, lenta y tranquila era una celebración mucho mejor que la del pavo.

En aquellos días, ésta era una noche en la que uno, si quería, podía resumir toda su historia como quien dobla un pañuelo, echarla al viento, y comenzar un capítulo nuevo.

Y hoy también lo es.
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Un capítulo nuevo inspirado por todos aquellos que son mejores que nosotros.

Feliz noche de historias.

Atreveros a inventar y reinventar la vuestra, cada año.

Buscad vuestros mentores; la historia del mundo está llena de ellos.

Y ni siquiera los que ya están muertos, están muertos…

Siguen hablando y hablando, y regalando esos tesoros de luz que necesitamos.

Feliz Nochebuena.

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Feliz Navidad.

 

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