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Escrito por el Jun 25, 2016 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: cambio, cosas que hacen la vida mejor, excelencia, lo más importante de la vida, placer y felicidad, responsabilidad, verano

la buena fábrica

· la buena fábrica ·

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Fábrica, en su sentido original, es el modo en el que está creado algo, y está a la vez relacionado con trabajo y con ingenio.

Aquella película… creo que era La mitad del cielo.

Una escena en que una abuela asturiana que vive en el campo en una condición de vida modestísima, le enseña a una de sus nietas cómo los placeres sencillos pueden ser lujos si interviene el cuidado y un cierto instinto del gusto, el toque generoso e inspirado del aprecio.

Coloca requesón y sal sobre un trozo de pan y se lo da a la niña para desayunar. Y realmente parece un lujo, comida de dioses.

Años después la niña llega a Madrid a servir en casa rica donde las mujeres que regentan están echadas a perder. La niña, ahora mujer, ha conservado y desarrollado ese don.

Con lo único que queda en la nevera, un poco de leche, azúcar, un huevo, un poco de arroz, prepara un delicioso platito de arroz con leche, que está tocado por esa mano mágica del precioso instinto del que sabe cómo juntar las piezas para que sumen placer y perfección.

Hace años leí una entrevista con George Steiner donde decía: «cuando las cosas van mal, la gente vuelve a la calidad. Sienten un vacío enorme y un ansia de calidad.»

Calidad es que el tomate rallado de un desayuno sencillo esté maduro y sabroso, que el aceite de oliva sea bueno, que el salero vierta la sal impecablemente, que haya una servilleta limpia a mano y un vaso de agua fresca que no se ha pedido.

No son cosas que distingan a unos de otros por el dinero de más que han de invertir; distinguen a unos de otros por su sentido de la hospitalidad, por el toque mágico de la fábrica del placer, de la buena fábrica.

Calidad es una sábana recogida cuando aún huele a suavizante y conserva la humedad flexible de la fibra, antes de que se acartone por el sol.

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Calidad es una persona acogedora que sonríe abiertamente al recibirte.

Calidad es la cortesía de la buena educación, que convierte el cálculo de la distancia apropiada entre dos personas en un ejercicio de cordialidad.

Calidad es un grifo que cierra bien, una pila bien fregada, un patio lleno de macetas cuidadas, un correo electrónico escrito atentamente.

Calidad es todo lo que convierte la vida en un engranaje delicioso.

Todas esas cosas bien hechas, hechas a conciencia, en las que a menudo ni reparamos, son gestos trascendentes llenos de voluntad que imbuyen el mundo en una capa de luz original.

La clase de luz envolvente que se transforma en nuestro interior en una intensa satisfacción, en un relajamiento profundo de la tensión flotante en la que casi todo el mundo vive, una sensación creciente de bienestar y felicidad.

Suena un clic dentro de uno.

Es el clic el de la apertura de los cerrojos: corsés que se aflojan, esa alerta indefinida que se esfuma.

Por eso en los momentos difíciles, de crisis persistente, la gente siente una profunda nostalgia de calidad.

Porque ese instante de experimentar la calidad le devuelve la sensación de que todo puede volver a ir bien, le recuerda cómo es el mundo cuando durante unos segundos todo lo que te rodea va bien, es como debe ser, irradia la luz sosegadora de la buena fábrica, de la discreta excelencia.

La experiencia de la excelencia nos devuelve la confianza en el mundo, en los hombres.

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Nos vierte una capa de crema balsámica encima, que burbujea al hacer contacto y nos proporciona un alivio instantáneo, como si cayera sobre una piel quemada.

A menudo emplazamos la llegada de los cambios reales a los gobiernos, a los territorios de la alta política.

Quién duda del poder de transformación de un gobierno -hacia ambos lados de la fuerza.

(Pero pensemos, ¿qué será más decisivo en el impacto que pueda producir, por ejemplo, la posible elección de Trump como presidente americano? ¿su adscripción al ideario de su partido, o su propia personalidad?)

La respuesta a esa pregunta nos proporciona pistas claras que indican que la esfera privilegiada de los cambios reales es la personal.

La de la excelencia como proyecto de vida de cada persona.

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La excelencia es el mejor revulsivo de cambio por contacto que existe.

Nada cambia lo que toca con la eficacia fascinadora con que lo hace ella.

La experiencia de la excelencia ajena es como una revelación.

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¿Cuántas personas conocemos capaces de mantener una conversación atinada sobre cambio político, convencidas de que ellos son abanderados del cambio con su voto, capaces de argumentar eficazmente sobre la falacia de quienes votan esto o aquello, de quienes practican aquella o tal otra política, que en su vida personal, y con esto no me refiero a su vida íntima, sino a la dimensión personal de su vida, es decir, a su manera de comportarse con las demás personas con las que tienen contacto día a día, son unos verdaderos necios?

Yo conozco demasiadas, me temo.

Por eso, cuando veo esas contradicciones en las que tan poca gente parece reparar, regresa con fuerza en mi interior esa nostalgia de calidad de la que hablaba…

(Y digo contradicciones porque poquísima gente enlaza el ámbito de la política con el de la vida personal, como si esa relación fuera una chanza, como si fuera un tabú o un cuento de iluminados, como si unas ovejas fueran merinas y las otras churras y no se mezclaran.

En política votas progresista y eso está genial, aunque si te fijas un poco más, igual en lo personal eres agresivo, intolerante, soberbio, elitista, orgulloso, ocultador, tergiversador, manipulador, doble, vago, egoísta, prepotente, en fin, tiras bastante a cenutrio, pero eso no influye, como si se pudiera separar higiénicamente lo que uno es de su acción en grupo, de su acción con y sobre las demás personas, es decir, de la acción política, y por tanto, el cambio personal del cambio político.)

No me creo a ninguna de esas personas, ni creo que sean capaces de propiciar cambio -benéfico- alguno. No lo son en su vida personal y tampoco lo serían si tuviesen responsabilidad política. Uno puede cambiar de despacho de un día para otro, pero levantarse por la mañana siendo de repente una persona de valor, eso ya es harina de otro costal…

Y ni su voto ni el mío conseguirán nada si finalmente inviste a personas que tienen los mismos problemas que ellos: esa disociación entre las creencias, los idearios, y los valores reales, que son los que uno expresa con su vida personal.

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Ninguno de nosotros puede presumir de un ideario que no sea ése: ése que nos delata cada día en nuestras acciones diarias con los demás, conocidos y desconocidos, presencias habituales o fugaces, familiares o completamente diferentes a nosotros.

Pero si cada uno de los que hoy desean o dicen desear un cambio, trabajara su propio cambio en esa dirección de la excelencia personal, de la riqueza del humanismo antiguo -esa palabra cuyo grado de envejecimiento es un indicador fidelísimo de la degeneración moral de nuestro tiempo- el cambio real, y también el cambio político, se producirían sin remedio.

Ésta es una faceta más del insidioso fraccionamiento que gobierna a los seres y las cosas en este tiempo nuestro: mientras no rompamos con él, y comprendamos que poner crucecitas dentro de un sobre no es suficiente para obrar el milagro de la buena fábrica…

Los partidos juegan a que la sujeción a un programa puede desactivar todo ese factor humano.

Sin embargo, los periódicos nos demuestran cada día que eso no es así.

Mientras no comprendamos que sólo hay un cambio, y es el cambio exigente de cada uno y de su acción personal, todo lo demás seguirán siendo pamplinas.

O, en el mejor de los casos, papeletas de lotería libradas a la huidiza y casquivana suerte con la que juguetean los dioses.

Dioses a los que, como todo el mundo sabe, a menudo les gusta reírse de los hombres…

Feliz semana a todos.

 Y mientras todo esto se cocinaba a fuego lento, esto otro es lo que hemos comido esta semana: solomillo relleno

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