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Escrito por el Oct 30, 2012 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: abuela Marita, abuelas, despedidas, espíritus, muerte, rituales, trascendencia

un sendero de luz

Siempre me ha parecido que nuestros rituales para recordar a los que hemos perdido tienen mucho más que ver con nosotros mismos que con ellos, y eso siempre me hace sonreír y pensar un poco en lo conmovedora que es la fragilidad de los que nos hemos quedado en este lado.

Donde yo vivo había antes una costumbre que me gusta especialmente, aunque ahora casi nadie la conoce ya; una costumbre que en las ciudades acabó probablemente con la generación de mis abuelos. Son las mariposetes o animetes: lucecitas que se encienden en los alféizares de las ventanas y en las esquinas de las casas, para guiar a las almas en su camino de vuelta a casa durante esa única noche al año, la noche en el que las puertas del mundo del más allá se abrían para conectar durante unas horas los dos mundos. Es una idea enternecedora.

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Probablemente esta costumbre popular deriva directamente de las culturas antiguas. Los griegos creían que la noche del 1 de noviembre Hades abría las puertas del ultramundo y dejaba subir a la superficie a las almas, y también a su amada, Perséfone, sólo por una noche. Los pueblos celtas celebraban el Samhain, o fiesta del fin de verano, una de las dos noches consagradas a los espíritus en el ciclo anual, en las que las puertas entre los mundos están abiertas, las leyes espaciotemporales quedan suspendidas y los fuegos que se encienden tienen propiedades mágicas. (La otra fiesta será Beltane, el 1 de mayo, que celebra la llegada de la primavera y coincide en nuestras tierras con las cruces de mayo.)

En casa. Panellets

Los sajones que ocuparon después tierras celtas transformaron Samhain en All Hallow Even (-la víspera de todo lo sagrado-, hoy Halloween), manteniendo la costumbre de encender luces sagradas (dentro de calabazas cuya pulpa se utiliza para cocer dulces, el primer fruto de la cosecha invernal) y la de calmar a los “espíritus” (en forma de niños disfrazados) con dulces para que dejen tranquila la casa de uno.

En estas tierras, hace sólo dos generaciones, en todo el Levante la noche del 31 y la mañana del 1 de noviembre se dejaban abiertas las ventanas, se calentaban las camas, bien hechas y con una esquina del cobertor abierta, se ponía un plato de más en la mesa, se dejaban castañas en las esquinas y se encendían cabitos de vela que flotaban sobre lechos de aceite en platos soperos. Así las almas encontraban el camino a su casa, dormían en una cama caliente y se confortaban con la comida que les gustaba en vida. Después volvían al más allá más conformados, como quien vuelve del exilio una vez al año para abrazar a los suyos y comerse un buen plato de fabada.

Hay otra interpretación de esta costumbre que dice justamente lo contrario: que las animetes servían para guiar a las almas perdidas o a las que se resistían a abandonar el mundo de los vivos, y la comida que se les ofrece es a la vez una manera de calmarlos y alejarlos de la propia casa y una especie de provisión para que emprendan el camino más reconfortados. De ahí vendría el nombre de animetes, almitas, o quizá más exactamente pequeñas-pobres almas, un apelativo compasivo, y el de mariposetes (la mariposa ha sido también desde siempre un símbolo del alma, por nacer después de un periodo de muerte aparente, algo similar a la “resurrección”).

En casa. Panellets

La elección de esta fecha está íntimamente ligada al calendario agrícola primitivo. Desde muy antiguo, las comunidades aprendieron que la entrada “real” del cambio estacional no coincidía con los hechos astronómicos (solsticios y equinoccios), sino que se retrasaba un poco sobre ellos por la inercia térmica de la tierra y del agua. Así que establecieron un tiempo de espera tras el cual solía producirse la llegada real del nuevo clima, que venía a ser de 40 días.

Y ésta es la fecha, en nuestro caso la fecha de la entrada del invierno real: han pasado justo 40 días desde el solsticio. Es el momento en que el frío asoma las patitas muy en serio, los aperos se renuevan y se guardan definitivamente (por aquí aún hay ferias agrícolas, como la de Concentaina de Todos los Santos, que recuerdan esta costumbre de renovar los aperos agrarios necesarios para que estén listos en primavera), los animales se estabulan, se renuevan los contratos, las últimas cosechas han terminado y frutos, tubérculos y granos están almacenados y a salvo de la lluvia y las heladas. El mundo natural se desliza hacia el letargo invernal, y una muerte aparente se extiende sobre los campos y las arboledas. Hemos construido nuestras ciudades para que nos mantengan a cobijo de esa mutación perturbadora, para que la oculten por completo, y así suele ser. Sólo en campo abierto el invierno mantiene su belleza sobrecogedora, y a menudo nos mete en el cuerpo un escalofrío y una desolación que no vienen sólo de la mano del tiempo gélido y las noches largas.

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Es la estación más misteriosa del año. En medio de sus señales parpadeantes nos acordamos de nuestros seres queridos que, como la tierra, también reposan. Nos acordamos de aceptar el final del ciclo natural. Todos ponemos un signo al final de ese ciclo, un signo de cierre, de suspensión, de continuación. Cada uno, el nuestro. Aquel en el que, a pesar de cuanto hemos visto, aún creemos.

Para los que viven a orillas de sus campos es el momento de recogerse en casa y pasar el invierno a la luz de la lumbre, preparando conservas mientras la primavera teje despacio debajo de la tierra.

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Para nosotros no es así, aunque a mí, que soy de carácter más bien contemplativo, me suena completamente apetecible.

No: el invierno a la luz de la lumbre y descansando será que no, pero lo que sí voy a hacer mañana es poner en la ventana un sendero de mariposetes, y en las esquinas de la casa panellets en vez de castañas, que son más tentadores, (ellos ya no han de preocuparse del azúcar), se comen en dos bocados maravillosos y ni siquiera hay que andar pelándolos, y lo más importante, a mis abuelas y a mis abuelos seguro que les encantarán…

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