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Escrito por el Jun 20, 2020 en liturgia de las horas | 2 comentarios| etiquetas: casas, casas que nos hacen de madre, despedidas, la historia familiar, vida cíclica

balada de la casa cuna

Oh transfiguración

de lo que ya no existe, marca
tenaz de lo caduco, cómplice
reclusión de la memoria
que ciñe al tiempo en ráfagas de música.

Transfiguración de lo perdido. José Manuel Caballero Bonald

 

 

14 metros de pasillo.

Hay varias baldosas que bandean al pisarlas. Cada una de ellas suena diferente. Cuando recorres el pasillo entero por el centro, el suelo canta.

En esta foto mi madre me tiene en brazos en la mecedora de la terraza, una mecedora preciosa de metal y tubo de plástico verde esmeralda que habla de su amor por las cosas bonitas. La mecedora duró tres décadas y eso habla de su dificultad para renovar lo necesario. Esa mezcla agridulce compuso desde el principio el sabor dominante de toda nuestra vida.

Tengo menos de un mes. Es una imagen de la vida pujante, de la vida como promesa. La casa recién estrenada, pensada rincón a rincón con ilusión y mimo. La terraza sobre la Gran Vía, pequeña atalaya que simboliza un sueño. Una casa que encarnaba el proyecto de familia que empezaba a escribirse, y que relucía.

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Esa ilusión aún duró muchos años.

Años llenos de ternura y de pequeñas emociones domésticas, de seguridad íntima. Años en los que la casa de alguna manera contenía a nuestros padres y en el corazón de esa simbiosis palpitaba la ilusión pura de ese proyecto especial. Era nuestra casa-cuna, nuestra casa-nido, y era su casa-sueño, su casa-deseo, su casa-argumento.

Recuerdo cada invierno pollitos teñidos de azul y de rosa piando y corriendo a saltitos, persiguiéndose sobre el mosaico hidráulico blanco, gris y negro, regalándonos la alegría de jugar con otras criaturas vivas. Tortuguitas verdes que hibernaban debajo de los radiadores. Hámsters. Periquitos. Canarios. Piquitos de coral. Una casa llena de efervescencia, llena de cosas vivas.

 

En primavera hay cajas de zapatos forradas con un lecho lustroso de hojas de morera donde comen sin parar gusanos de seda. Los capullos que tejen son rosas, amarillos, azules, como los algodones cosméticos del bote de cristal del baño de mamá, donde huele a Moussel, a talco inglés Orchidée de Cussons y a los jabones de Avon. Cuando los capullos se abren, las mariposas vuelan y se posan sobre las cortinas del comedor.

 

En la habitacioncita junto a la cocina, Purita nos hace compañía mientras crecemos.

Apenas ha dejado de ser adolescente, tiene una pierna deformada por la polio, una melena negra larga y lacia como la de Cecilia, las mejillas pecosas y una sonrisa pícara y risueña; cada tarde oye en un transistor portátil el consultorio de la señorita Francis y se pone en la cara una gruesa capa de crema Pond’s, belleza en siete días. Recuerdo el tarro de cristal blanco opaco, la tapa verde y el perfume casi narcótico a flores blancas.

Detrás de la puerta del baño azul celeste hay una tabla de planchar envuelta con un mullido muletón blanco. Purita tiene una botella de plástico con un tapón de regadera y rocía con ella las prendas que están en la cesta de paja forrada de vichy rosa donde se guarda la ropa de la plancha. La ropa humedecida bufa bajo la plancha.

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Cuánto me gustaría ahora tener alguna foto de la luz que entraba por el ventanal de la cocina hasta el office, como llamaban mis padres al pasillo armariado que precedía a la cocina, iluminando la bancada de mármol y el suelo rojo caldero, una foto de aquellas tardes comunes y corrientes con Purita sentada en la silla de la «habitación de servicio» mientras nosotros meréndabamos y la sintonía sinuosa de la señorita Francis sonaba, confortable, en la radio.

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Hay una gran puerta de madera que separa la vida de trabajo de mis padres de nuestra vida de niños.

Aunque no lo es, entonces me parecía un portalón hermoso y noble. Mis padres están en otro mundo mientras trabajan, pero están en el otro lado de nuestro mismo mundo, pared con pared, muy cerca. Les oímos, les olemos. Nos sentimos seguros ahí, en ese nido extendido que recorre toda la casa como una cinta cuando nosotros hacemos los deberes a un lado de la puerta de madera y ellos trabajan en el otro. Recuerdo el sonido de la puerta al abrirse de nuevo al final de la tarde, el sonido que nos devuelve a nuestros padres cada noche, como un gorjeo, como un sonido gozoso.

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La luz del otro lado se filtra a través de la cristalera verde aguamarina y esmeralda que adorna la parte superior de la puerta. Es una luz cálida que hace pensar en una marea benévola verde agua. El agua del pequeño mar tibio en que vivimos.

 

En Navidad llegan regalos dentro de cajas forradas de papel con los dibujos de los años 60: campanillas, espumillón, hojas de acebo, bolas de cristal. Están llenas de turrón, fruta escarchada, botellas. Hacen que la casa entera parezca una fiesta. En el recibidor hay una bandeja de plata que se va llenando con las tarjetas de felicitación que trae el cartero y con la tarjeta del aguinaldo del sereno. (Mientras limpio la casa encontraré algunas de esas cajas llenas de ropa de bebé, mantitas de cuna, velos de novia).

El día de Reyes avanzamos despacio por el larguísimo pasillo hacia la puerta del comedor. Nos separa de la elocuencia del misterio el brillo de un cristal esmerilado.

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Los colores de la magia del día titilan como mariposas tras el panel traslúcido, sobre la alfombra naranja con dibujos de llamas. Abrir esa puerta lentamente casi sin atreverse a mirar adentro, asomar las cabecitas por la rendija de la puerta blanca con los ojos medio cerrados. Y luego abrirlos y sonreír, mojados por una dicha pura.

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Nuestra vida de cole, uniforme y deberes. De pan con Lingotín, galletas María, leche condensada y Nocilla. De Danones en tarro de cristal. De Duralex. De estuches con rotuladores y carteras de piel sintética. De Tigretones y caramelos Damel y álbumes de cromos. De viajes a Benicasim los fines de semana. De comer pollo asado y ensaladilla y que fuera una fiesta. De sobremesas de sábado y domingo viendo la tele acurrucados en el sofá como pollitos en el nido. Nuestra vida de Renault 8 con ambientador de pino y tele de dos canales. La hormiga atómica, Los autos locos, Los chiripitiflaúticos, El país de la fantasía, y Flipper. Furia, el pato Saturnino, Lassie, Daktari, Skippy y Nacida libre. La familia Telerín y El mago de los sueños.

Nuestra vida con banda sonora de Frank Sinatra, Boney M. y El sonido de Filadelfia. 

Después llegaron Joan Baez y Simon & Garfunkel. Y Serrat. Y entonces querré un cuarto para mí sola.

No es fácil pero encuentro una solución: compartiré una de las habitaciones de «trabajo», que será «mía» por las noches. Una cama no cabe, así que duermo en un mueble cama de madera. Tiene un colchón hecho a medida, de esa época en que los colchones aún se rellenaban de lana y se vareaban. Está cosido en una gruesa tela de algodón añil,  la lana ceñida con puntadas que lo atraviesan, sujetas con pompones blancos. Es como dormir dentro de una caja grande.

Cuando me acuesto por la noche, el colchón me arropa como un nido mullido. Mi padre ha instalado una bombilla de perilla que enciendo y apago con un botoncito blanco que hace clic. Desprende una luz dorada que hace brillar la madera y vuelve mi nido aún más acogedor. Bajo esa luz empecé a leer Cien años de soledad, una noche que cambió mi mundo para siempre, y después bajo esa misma luz descubrí a Isak Dinesen, a Henry Miller y Anaïs Nin. El cuarteto de Alejandría. Hemingway y Scott Fitzgerald. El guardián entre el centeno. Las preciosas ediciones de las novelas clásicas de Círculo de Lectores.

En mayo, el día de San Fernando desde primera hora comienza el desfile de regalos. Al final de la tarde hay cestas y tarrinas de flores repartidas por toda la casa, en el recibidor, en el comedor, en las habitaciones. Gladiolos rosas, claveles, margaritas, azucenas, rosas. El perfume sólo durará unas horas, pero todo ese día yo ando borracha de flores y sobre la casa entera flota el olor a mirra y a bosque frío que llena las floristerías que adoro.

En primavera, olas blandas de sol entran en nuestro cuarto de niñas desde el mediodía. Los grandes plátanos de sombra de la Gran Vía derraman una luz verde que oscila bajo el toldo a rayas, una luz de piscina o acuario, de hayedo, de celosía vegetal. Bajo esa luz leo a Neruda, a Cernuda, a Vicente Aleixandre. Bajo esa luz aprendo que la poesía es un espejo donde me veo más clara.

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La luz que se filtra por la persiana de la cocina en primavera, mientras me acerco a desayunar junto al ventanal, se derrama sobre las cosas como miel. El mármol blanco de la bancada, pulido por el uso, tiene el tacto amable de la cera.

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En la pared de azulejo celeste hay cinco calcomanías infantiles. Están ahí desde los años 60.

¿Cómo es eso posible, semejante largueza de vida para algo tan frágil?

Si tuviera que elegir una sola imagen que fuera una metáfora de lo que ha sido la vida de mi madre y la vida de esta casa guiada por mi madre, sería ésta.

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Mientras limpio y ordeno, siento la casa como un barco que se mece. Se mueve en el tiempo, nuestro tiempo, se desliza a través de él.

Las velas recogidas, brillando en el poniente como una joya blanca, aproado al viento que lo ladea, flota en una deriva suave que aún no tiene nombre.

Hay una foto en la que estoy vestida de novia por primera vez. 23 pequeños años, plenos y cándidos. Estoy rodeada de luz en ese comedor, tal como era hace 35 años. La mayor parte de sus piezas siguen en el mismo sitio.

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Yo no pude tener esa clase de vínculo amoroso con mi madre, y no me siento en esa foto como se habrán sentido otras jóvenes que abandonan su casa natal, atada con dulzura a un cabo que alguien está aflojando con una mezcla de pena, orgullo y alegría.

Pero recuerdo esa foto y ese día, las mujeres importantes que estaban allí conmigo dando forma al rito para mí.

Y sé que es así como me siento yo ahora con esta casa: acunándola entre estos rituales domésticos mientras me despido de ella, conduciéndola a su otra vida con un cuidado confiado, entre capas de cera blanca, brillo de mopa suave, cortinas recién lavadas, perfume a hierba verde y espesa cera oscura de madera.

Como yo aquel día, va a pasar a ser otra cosa, va a nadar desde mis brazos a otra vida.

No hay nostalgia ni debe haber tristeza.

La vida se renueva, inviste aquí sus ciclos, su inacabable fantasía.

Otra imaginación volverá a brotar en esta casa, en este clima que fue nuestro y que hoy se está disolviendo porque ya pertenece al pasado.

Llegará otra cosecha de abundancia.

Y guardará para siempre enroscada en sus raíces, como un tirabuzón, como una familia de Matrioskas, como una flor que desde que nace contiene su propia semilla, la cosecha de ternura que nos ha regalado a nosotros.

Pese a todo el dolor que ha sabido absorber y transmutar, o quizá justamente por eso, esta casa siempre será nuestra casa, y siempre echaremos de menos, con gratitud, su cielo protector.

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2 Comentarios

    • Querida Esther, ♥

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