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Escrito por el Nov 8, 2016 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: almas, el tiempo pasa, espíritus, muerte, oficios perdidos, otoño, tal como éramos

castañas

· halloween y castañeras ·

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Por mucho que lo vea y lo haya visto año a año hasta el aburrimiento, no deja de sorprenderme cómo en el mundo occidental la evolución de Halloween ha conseguido trivializar por completo el corazón de la fiesta de la que proviene.

Digo que no deja de sorprenderme porque la abducción de la celebración real por este mecanismo caníbal que hemos aprendido en la televisión y que todo lo convierte en mercadeo, banalidad, vodevil y espectáculo sigue engranajes tan claros que apenas si vale la pena hablar de ellos.

 

Por eso digo que, pese a comprenderlos, sigue dejándome atónita.

No entiendo cómo la gente, la mayoría de la gente, puede preferir eso a lo que había detrás de esa fiesta antes de que el espectáculo le ganara la batalla a la vida cotidiana.

En fin…

Hace ya cuatro años, por estas mismas fechas, escribía esto:

«Es la estación más misteriosa del año. En medio de sus señales parpadeantes nos acordamos de nuestros seres queridos que, como la tierra, también reposan. Nos acordamos de aceptar el final del ciclo natural. Todos ponemos un signo al final de ese ciclo, un signo de cierre, de suspensión, de continuación. Cada uno, el nuestro. Aquel en el que, a pesar de cuanto hemos visto, aún creemos.»

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Me gusta darme cuenta de cómo ha ido cambiando, cómo se han iluminando en esta última temporada, en armonía con este nuevo ciclo primaveral primaveral en el que estoy, mis sensaciones íntimas sobre ese «signo» del final de la vida.

Como si formara de mi proceso de transformación interior, en el que las dualidades se van atenuando día a día, también hoy, cuando pienso en mis seres queridos que ya no están aquí, va palideciendo la sensación de separación, de pérdida y de lejanía. De yo aquí y tú allá.

Sobre todo con los que he querido lo suficiente como para que no me sea difícil pensar en ellos.
Porque pensar en los muertos no siempre es fácil: a menudo nos lo ponen difícil todas esas cuerdas que se han quedado sueltas y que se nos enganchan en los tobillos cuando nos arrimamos. Cosas que no dijimos, que no arreglamos, riesgos que no tomamos, mentiras, zonas opacas, cosas de las que nos arrepentimos.

Tiene que haberse acumulado mucho amor para que el camino permanezca, pese a todas las faltas, despejado.

Ahora cuando pienso en ellos siento una libertad nueva, la sensación de que no hay interrupción, algo parecido a cuando corrientes de agua dulce y salada se mezclan en una desembocadura.

Algo fluido, gobernado por la naturalidad y por un espíritu de bienaventuranza.

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No es algo que haya ganado racionalmente. Es una sensación, algo que pertenece al mundo sensorial.

Los siento cerca como copos de energía que pueden presentirse, como zonas de radiación magnética, como el aura vibrante de alguien que tenemos al lado y sentimos presente en nuestra piel, aunque no nos toque, como nos pasa a veces con las personas con las que tenemos mucha intimidad física.

No es que ellos sigan aquí de otro modo, no es algo paranormal.

Es más bien como si su presencia se hubiera quedado guardada en una de las capas de la realidad.
Como si la realidad fuera un milhojas hecho de muchas capas que existen a la vez.

Y ellos estuvieran en uno de sus pliegues.

Su presencia, eso que somos para otros, eso que ven los otros cuando nos miran, se ha quedado a resguardo en ellos, como guardada delicadamente en pompas de jabón.

Y a ratos esos pliegues se entreabren, las pompas emergen de su vaina esponjosa y salen a flotar sobre las demás capas de lo real: llegan hasta la nuestra y nos rodean como a críos que juegan en un terrado, evanescentes, nacaradas, vivísimas.

Las pompas nos tocan, juguetean con nosotros.

Nos mojan, nos perfuman.

Siguen actuando sobre el mundo.

A través nuestro.

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Tiendo la colada, y me acuerdo de mi abuela con el mandilito de doble bolsillo lleno de pinzas de madera tendiendo en Benicasim, las sábanas bien estiradas, los trajes colgados de la cintura sin apoyar sobre la cuerda para que no les dejara marcas.
Para ser más exacta, no es que me acuerde de mi abuela.
Soy mi abuela.

Ella es a través de mí.

Me pongo a siliconar la pila del fregadero y veo a mi otra abuela repintando las sillas con titanlux.
Y aunque es verdad que la abuela no sabía manejar estas pistolas de siliconar, eso resulta del todo intrascendente, porque mientras dejo el fregadero niquelao soy mi abuela.

Ella es, sucede, a través de mí.

Salgo a la terraza en la sobremesa de los días rasos otoño, en esa hora dorada que reluce como si estuviera pintada con almíbar, y Merceditas está ahí, bebiéndose la luz como quien bebe agua.

Como en esa serie de la tele donde una detective capaz de recordarlo todo se desdobla a voluntad para rebobinar una escena mirándola desde fuera, soy yo la que veo la escena desde fuera mientras ellas tienden, repintan, cocinan, cosen, cuidan las plantas, hacen peúcos de ganchillo, bordan embozos de sábanas con un bastidor, hacen puntillas de encaje de bolillos, envasan mermeladas y preparan pasteles de manzana.

Siento más que nunca que la distancia es una ficción, una apariencia.
Que las fronteras son blandas.
Que nuestro concepto de lo «real» es probablemente demasiado estrecho, demasiado cortado a la medida, demasiado obvio.

He convertido, sin buscarlo, a mis espíritus en presencias domésticas que tienen trato conmigo cada día, como en Cien años de soledad.

Tal como poetizaba el verdadero Halloween, se han convertido en espíritus presentes en la vida cotidiana.

Espíritus vivos que tienen su opinión y son escuchados y respetados.

No lo he hecho a propósito. Simplemente, ha ido sucediendo.

Y me gusta.

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Me siento como si llevara a la espalda una mochila cargada con aquellos que ya no están a los que quise mucho.

Una mochila que se ha ido llenando por la obra milagrosa del amor.

De vez en cuando, la mochila se abre, ellos se asoman y riegan el mundo consigo mismos como si fueran aspersores.
A través de mí.

El amor los resucita cada día, cada día esparcen sus polvos mágicos sobre el mundo.

Si todos tenemos el poder de moldear nuestra porción del mundo, ellos siguen teniendo su canal abierto gracias al amor.

Esa línea de amor que fabricaron mientras vivían los mantiene literalmente vivos, conectados al mundo a través de las huellas que nosotros vamos imprimiendo sobre él, unidos al mundo como si nos hubiéramos convertido en su cordón umbilical.

Y así, ellos, esenciados, poderosos como verdades, nos siguen protegiendo, nos siguen enseñando.

¿Quién puede volver a sentirse solo nunca, con tanta mágica compañía?

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Las castañas, fruto de otoño por excelencia, condensan toda la imaginería hogareña del otoño junto a las calabazas, los boniatos y el olor a horno encendido.

Protegidas en su nido espinoso como tesoros, al abrirse relucen como bolas de taracea.

Robustas, lustrosas y suaves como madera pulida, de pequeñas eran una mercancía fabulosa para meter en mesuritas de papel y jugar a los ultramarinos.

Las castañas y los espíritus mantienen, desde antiguo, una tierna relación. La noche de almas era costumbre que el campanero, a menudo ayudado por los vecinos, tocara la campana durante toda la noche. Para mitigar el cansancio y confortar el cuerpo se asaban castañas y se comían boniatos calientes, higos secos, panellets, pasas, mistelas, moscatel y orujos.

La castañada, la fiesta de la recolección de las castañas a principios de noviembre, es una de las fiestas grandes del calendario agrícola tradicional en toda la franja norte. Las castañas eran una parte muy importante de la dieta invernal, tanto como fruto como en forma de harina, antes de que se extendieran los nuevos alimentos básicos llegados de más allá del mar, como el maíz y la patata, que la desbancarían poco a poco de las mesas cotidianas.

Cuando yo era pequeña (y no tan pequeña) la castañera aún formaba parte de la iconografía invernal de las ciudades españolas. Hasta hará veinte años, había una castañera en una de las esquinas de la calle Colón. Acompañadas de la sensación de parecerse cada vez más a esas pinturas antiguas que al ser descubiertas se volatilizan, aún puede vérselas en algunas ferias de pueblos.

Las castañeras, vestidas con ropas oscuras, con el pelo envuelto en una pañoleta, la estufa de carbón silbando y hechando chispas, las manos tiznadas de ceniza, los cucuchuros de papel de periódico y la espumadera formaban parte de las aucas, los calendarios populares y los cuentos infantiles, como este cuento troquelado de Ferrándiz, uno de los primeros cuentos que yo tuve y que me encantaba (y aún me encanta, en realidad).

En esta portada está el cromo completo: el mandil, el mantón, el pañuelo, el vestido (que no es negro porque Mariuca es una niña), el paraguas, el atizador de yute y la cesta con boniatos, que se cocían sobre la brasa en la parte baja de la estufa, mientras en la más alta se asaban las castañas.

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Este año hemos asado castañas en una sartén tradicional de las que venden por aquí en las ferreterías de toda la vida, esa lujosa especie en peligro de extinción, y nos las hemos comido calentitas con un trozo de chocolate, hermoso ritual del día de almas que da la bienvenida a la entrada firme del otoño.

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Y con las que nos han sobrado, hemos preparado una crema, que este año repetiremos en la cena de Nochebuena.

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Mariuca la castañera. Joan Ferrándiz. Primera edición en Vilcar, 1952. Planeta DeAgostini, 2009.

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 Y mientras todo esto se cocinaba a fuego lento, esto otro es lo que hemos comido esta semana: crema de castañas.

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