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Escrito por el Ago 5, 2020 en cocina de cosecha, liturgia de las horas | 2 comentarios| etiquetas: contemplación, despacito, domingos, el paisaje como forma del espíritu, la vida simple, luz meridional, mirar la luz, verano dorado

supradulzura

Supradulzura.

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Es la dulzura de los domingos de verano, cuando aún es muy temprano. Es una dulzura muy especial. Tiene el tacto de una tela delicada y muy valiosa, y por eso me gusta elegir esta palabra extraordinaria para nombrarla.

Las 7:30. Toda la casa está envuelta en polvo de oro rosado.

Flota sobre ella como un clima somnoliento.

Una atmósfera de cuento mágico. La habitación de la Bella Durmiente está, estoy segura de eso, envuelta en esta luz.

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Hierve a fuego suave la luz de la mañana y su vapor gravita sobre cada objeto como polen.

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Lentejuelas de sol titilan en el aire, revoltosas luciérnagas diurnas, doradas sobre azul.

En el silencio absoluto, ritmado aquí y allá por un silbido de golondrina o por el graznido de un lorito verde –porque bajo el cielo límpido y encendido en turquesa ya hace una hora que amaneció– hasta la fuente calla.

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La casa está dormida, inmóvil.

Solo yo y los dos gatos andamos sobre ella despacio y quedo para no romper el hechizo rosado, para que la casa nos siga perteneciendo a solas un rato más en este momento delicioso.

Los gatos reclaman su desayuno: desayunamos los tres, y salimos a sentarnos en la terraza.

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Yo en la butaca bajo el gingko, junto a las petunias rosas y la borla de albahaca, ellos acomodados en el murete de la baranda, dejándose lamer por el sol, pálido y tierno aún. Sólo nos acompañan los perfumes.

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Dentro de casa, tras las cortinas, la luz aún tiene sombra y un frescor acuoso, penumbra ajedrezada, brillo de agua oscura.

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Es una sombra breve. En el comedor un sol ácido se está aupando de puntillas tras el muro de la terraza.

Aún está demasiado cercano al horizonte para que el toldo desplegado pueda desviar el camino de sus brazos líquidos: velo amarillo que se vierte sobre el clima de la habitación como agua de acuarela, luz de limones claros, pálido amarillo cremoso que hace pensar en helado de vainilla y sorbete de lima. Luz acidulada que envuelve el cuerpo en un frescor chispeante y vigoroso y que hace visible, en su ternura, una premonición del calor afilado del mediodía.

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La sensación de un mundo virgen, intocado, de un orden esencial, bello y bien conformado, gravita sobre el barrio.

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Hay algo sagrado en este adentrarse en el día a solas, posándose sobre él antes de que comience su desorden vital, su efervescencia y su ajetreo, como quien se adentra en el agua del mar cuando la playa está vacía y es capaz de “ver” el paisaje sin el hombre, la conmovedora majestad de este paisaje que no nos pertenece, que sólo es un regalo, un préstamo, un privilegio.

En la amplitud del espacio dormido, ordenado con la forma del hombre –árboles, jardines, toldos, cubrepersianas calados, rosetas de respiración como encajes de barro, puertas labradas, persianas de madera, balcones de rejerías fantásticas–hay algo prístino, una calma esencial, un «y vio Dios que el mundo era bueno».

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Sobre esa pureza de otra época reposa toda la belleza interior de este universo en miniatura.

Hoy es domingo de verano. Comienza para mí otro día de bodas con el mundo.

 

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2 Comentarios

  1. Los vencejos ya se han ido…
    … ya queda menos para que vuelvan =^.^=

    Besos. (…) (…)

    • Y además antes vendrán los estorninos… Besos!!! xxx

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